El pasado 4 de marzo, la Cámara de Diputados del Congreso federal, aprobó en lo general la reforma contra el nepotismo y la no reelección hasta 2030. Unos días antes, el Senado de la República habría hecho lo mismo, en contravención a lo planteado por la presidenta Claudia Sheinbaum, en el sentido de que dicha modificación constitucional debía entrar en vigor para el siguiente proceso electoral federal a celebrarse en 2027. Ello fue una rara demostración de la “independencia legislativa”, que los diputados federales y senadores morenistas sobradamente han demostrado no tener. De ese tamaño son los intereses por mantener a salvo las prácticas de nepotismo y reelección… al menos hasta 2030.

En efecto, el martes de la semana pasada fue aprobado en la cámara baja el dictamen reforma y adiciona los artículos 55, 59, 82, 115, 116 y 122 de la Constitución federal en materia de no reelección y nepotismo electoral. El grupo parlamentario de Morena dijo, a razón de justificación del sentido de su voto a favor del dictamen modificado respecto a la iniciativa presidencial, que el dictamen busca eliminar el nepotismo electoral y la reelección consecutiva en los procesos electorales.

Lo que no pudieron explicar los legisladores morenistas, igual que sus pares en la cámara alta —porque no existe una justificación real, más que en los intereses generados entre morenistas e integrantes del Partido Verde, en aras de sostener la mayoría artificial con la que se han convertido en la aplanadora legislativa— es por qué fueron en contra de la intención de la Presidenta de prohibir dichas prácticas a partir del siguiente proceso electoral.

Y es que no se trata de que deban complacer a contentillo a la doctora Sheinbaum. Más bien de lo que se debería de tratar es de que lograran explicar por qué frente a prácticamente todas las iniciativas presidenciales presentadas ante el Legislativo federal, han actuado con condescendencia y obediencia —incluso llegando al extremo, en la administración del presidente López Obrador, de asumir las iniciativas para ser aprobadas “sin cambiarles una sola coma”, según la orden emanada de Palacio Nacional—; pero en este caso decidieron actuar con un sentido inusitado de independencia frente al Ejecutivo.

Pueden parecer preguntas retóricas, pero cobran sentido frente a las circunstancias: ¿Por qué desobedecer hoy a la Presidenta, sin haberse atrevido nunca a desatender una indicación del anterior mandatario? ¿Pueden más los intereses relacionados con mantener prácticas como la reelección consecutiva de legisladores, o el corrosivo y tentador nepotismo electoral, frente a una iniciativa que hizo suya la Mandataria federal, pero que a todas luces resulta ser eco de una exigencia popular?

Aún más: ¿Es tan necesario tomar tal consideración, aún a sabiendas del repudio popular, en aras de mantener la alianza Morena-PVEM y la “cohesión” entre los grupos morenistas de algunas entidades federativas que pretenden mantener sus intereses aún a costa de la credibilidad de la propia Presidenta? Las consideraciones tienen mucho más de fondo. La aparente “independencia deliberativa”, en este caso, es por demás reveladora cuando se contrasta con la actitud servil y anodina ante a las no pocas ni simples exigencias presidenciales, que ha sido el pan de cada al menos en las últimas tres legislaturas federales.

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